Autor: Rafael de la Rosa
La importancia del gen que codifica la proteína priónica es evidente en relación al desarrollo de la enfermedad. Así, a lo largo de los años se han descubierto diferentes mutaciones (cambios en el gen a partir del cual se produce la proteína) que aumentan la probabilidad de desarrollar una enfermedad priónica. Estas mutaciones son las que caracterizan las enfermedades priónicas familiares y, gracias a ellas, se pueden trazar fácilmente los casos dentro de familias.
Sin embargo, poco se conoce de otros genes que podrían estar implicados en estas enfermedades y que podrían ayudarnos a comprender la aparición de casos esporádicos o entender el por qué de su inicio temprano o tardío dentro de casos familiares.
Recientemente se ha publicado el primer estudio asociativo de genoma completo (GWAS, por su nombre en inglés) relacionado con enfermedades priónicas, es decir, un estudio donde se analiza el genoma completo de personas que han desarrollado una de estas enfermedades con el fin de buscar patrones genéticos similares que puedan explicar la aparición de las variedades esporádicas. El estudio liderado por Simon Mead comenzó hace una década y, a lo largo de estos años, ha ido reuniendo cada vez más muestras de pacientes de cara a conseguir unos resultados significativos.
Este nuevo estudio señala dos puntos del genoma (aparte del gen que codifica la proteína priónica, ya conocido) con una posible relación con la enfermedad. Estos dos puntos clave corresponden a un gen regulador en el cromosoma 1 y una enzima sulfotransferasa en el cromosoma 22.
La relación fisiológica que puedan tener estos dos genes y su conexión con la aparición de enfermedades priónicas espontáneas está aún en proceso de estudio. Sin embargo, sí que se pueden deducir ciertas conexiones. Por ejemplo, la enzima sulfotransferasa (GAL3ST1) está relacionada con la producción de mielina, uno de los componentes de las envueltas de los nervios. Y a su vez se sabe que la función fisiológica de la PrP tiene algo que ver con el mantenimiento de la mielina en los nervios periféricos. Es fácil pues establecer una potencial relación entre ambos componentes, si bien entender por completo el mecanismo subyacente puede llevar años.
Pese a todo, aún no podríamos hablar de las enfermedades priónicas esporádicas como enfermedades poligénicas (resultado de la mutación de varios genes a la vez), ya que todo apunta a que el único causante real de la enfermedad sigue siendo la PrP. Los otros factores genéticos podrían aumentar o disminuir el riesgo, pero siempre con la PrP como base. Tendrían un papel secundario.
Por todo esto, estos nuevos genes que podrían suponer factores de riesgo son útiles para las enfermedades priónicas en dos sentidos: nos podrían servir para entender las causas de un mayor riesgo a padecer las variedades esporádicas y también podrían arrojar algo de luz sobre las enfermedades genéticas, ya que podrían ser los responsables de la variabilidad en la penetrancia (el número de personas portadoras de la mutación que desarrollarán la enfermedad sobre el total de portadores) o en la edad de inicio de los primeros síntomas.
En cualquier caso, este estudio supone un gran avance hacia la comprensión de estas enfermedades y, con ello, hacia la forma de abordarlas de una manera clínica.
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